Buscar el propio nombre en internet. En esto consiste el neologismo egosurfing, sinónimo de lo que en inglés se denomina vanity search, búsqueda de vanidad. Un neologismo que en realidad está cerca de cumplir los 30 años, pues fue la revista Vanity Fair la responsable de acuñar el término en el remoto año 1995. Habría que esperar hasta 2011 para que fuera recogido en el Oxford Dictionary of English. No he localizado el término en el diccionario RAE y la Fundéu lo recoge en 2014 citando un artículo sobre el vocabulario de Internet de Javier Atienza publicado en el ya desaparecido El semanal digital.
La búsqueda egotista puede tener, ciertamente, un importante elemento de vanidad: comprobar qué información aparece sobre uno mismo, en qué cantidad y en qué espacios digitales. Imagino esta como una tarea prioritaria en según qué actividades. Lo primero que me viene a la cabeza es política, actividades artísticas y todo aquello con un importante componente digital: asesores, mentores, comunicadores… Ya ves que me niego a utilizar términos como influencers o coaches.
Egosurfing experimental
Hace más de una década, allá por el año 2010 aproximadamente, hice un ejercicio experimental de egosurfing. Accidental en buena parte el componente experimental. En aquella época trabaja como asesor autónomo de comunicación digital. Era el tiempo en que se hablaba de la web 2.0, de la identidad digital, de la importancia de adaptar los modelos de negocio. Yo me centré, sin destacados éxitos en el pequeño comercio y en las pequeñas y medianas empresas.
Al introducir mi nombre y apellidos en el celebérrimo buscador y visitar los diferentes resultados vi con no poca sorpresa cuántas personas nos llamábamos (llamamos) de manera idéntica. Personas con profesiones dispares, vivas o ya fallecidas, con visibilidad pública y anónimas.
Esto me llevó a un segundo paso, la misma búsqueda en la red social del momento, Facebook. Abrí un grupo al que únicamente invité a personas con mi nombres y apellidos exactos y en el mismo orden. Es decir, no cabía un Ricardo Francisco Pérez Hernández ni un Ricardo Hernández Pérez. Desistí de ello cuando me acercaba al noveno centenar.
Egosurfin preventivo
Sí, en aquel momento había en el planeta al menos casi 900 personas con el mismo nombre y apellidos que yo. Este descubrimiento me llevó a varias reflexiones. ¿Qué posibilidades había de meterse en problemas en según qué países donde había (hay) personas con mi mismo nombre acusadas de delitos, ajusticiadas o perseguidas? ¿Habría posibilidad de confusión con célebres doctores, profesores universitarios, abogados, cirujanos en caso de emergencia?
Supongo que la respuesta es prácticamente ninguna probabilidad en ambos casos y supongo también que tales preguntas tenían más una vertiente literaria que cotidiana. Invitaban a pensar en las otras vidas de los otros mí que no son yo.
La consecuencia de todo ello fue una vertiginosa impaciencia por apropiarme de los espacios digitales de mi interés en aquellos momentos: un dominio web (este que ahora visitas), las cuentas de las redes sociales del momento (Twitter, Instagram, Facebook), el correo de Gmail… El éxito fue parcial y la solución práctica modificar mi nombre y apellidos por el nick ricardoperezh.
Y hoy, como entonces, aunque la letra no tenga realmente que ver con esto, me acuerdo de la canción de Rosendo Mercado, Masculino singular. Y pienso en la importancia de los nombres singulares en cuanto a únicos o llamativos y me pregunto de qué manera condicionan el devenir un nombre corriente y uno sonoro.
Seguramente en nada o en poco. Pero da para pensar en ello, escribir unas líneas, fantasear y, así, aprovecharse de la que entiendo principal ventaja de la escritura: entenderse mejor a uno mismo, al mundo y a la relación entre ambos.