Tengo la sensación de que todo es miedo. La familia, los amigos, el trabajo. La política, el periodismo, los monólogos de puesto de mercado y barra de bar. Los silencios en los ascensores. Todo es miedo. A perder lo mucho que se tenga o lo poco que quede. A que nada vuelva a ser como antes. A noches solitarias de amaneceres silenciosos. A los estómagos vacíos, a los corazones vacíos, a la hoquedad de pensamiento.
Miedo a la desnudez aunque para desnudarse no sea necesario desvestirse (bastan un verso o una confidencia). Miedo a no encontrar en el bolsillo las monedas de cambio que creemos nos hacen merecedores de afecto. Miedo a lo ajeno, lo extraño, lo diferente. Miedo a que todo siga siendo igual pero distinto, igual pero cambiado.
Su capacidad de aniquilar el miedo es lo bueno de la fe. Prestar atención en soledad y silencio a los detalles olvidados permite reconocer cada día mil actos de fe creyendo que escucharás sus voces desde el quicio de la puerta antes de entrar en casa o al otro lado del teléfono, creyendo que saldrán del trabajo o el colegio, que haya pan en la panadería y verdura en el mercado, que puedes confiar en las líneas del paso de cebra y en los semáforos en rojo, que el freno funcionará, que se abrirá la puerta del ascensor, que sólo piensa en ti cuando te añora o te abraza. Y puestos a enunciar actos de fe, quizá el más grande de todos: buena noche, hasta mañana.