// 2º premio Certamen Escribir sobre el Paisaje Real Academia de San Quirce //
Todos saben lo que callo. El color del cansancio es amarillo, como el de la tierra exhausta que tropieza con los últimos rastrojos de ensoñaciones remotas. Es amarilla cada caricia perdida. Es amarillo cada sendero pendiente. Son amarillos todos los recuerdos improbables, como este cielo estéril de agosto que abrasó durante el día el aire infecundo que azota la meseta.
La ciudad somnolienta es un buen sitio para esconderse y pasear sus calles solitarias, escoltadas por farolas en duermevela que pintan, taciturnas, sombras que se agazapan tras las esquinas. La ciudad dormida es el único modo de cobijarme, de dejarte atrás sin volver la vista… aunque me nombres. No hay jardines verdaderos más allá de las aceras y aún resuena en mi cabeza el timbre de tu última sonrisa. Los portales son tan solo bocas oscuras, cerradas, vacías, con escaleras que llevan a dormitorios sin ventanas abiertas donde jamás amaneceremos y cocinas desaliñadas sin el café que quisiera prepararte cada día, antes de que inventes hoy una vida nueva con sentido. He tatuado mis ojos con el brillo de los tuyos y arrugo un mapa en el bolsillo y acabo de tachar las coordenadas de un encinar que pudo ponerme a salvo: era fresco el aire de la tarde. Regreso cabizbajo al amparo de la ciudad dormida. Las calles vacías me acogen, poniendo con suavidad su mano en mi hombro, velando por la seguridad de mis pasos inciertos que pueden haber extraviado el rumbo de por vida. Regreso a mi verdad por la ciudad dormida. Tan pobre, tan triste, tan vacío que no encontré siquiera un verso que dedicarte.
Todos saben lo que grito. Es ocre rojizo a mis ojos el eco milenario de las piedras principales, esas protagonistas tan vistas y apenas miradas. Ellas presiden la ciudad y creo que quisieran también gritar a voces las historias escondidas. Las pequeñas, las que habitan sus poros, las que fueron remitidas al olvido. Es pardo, es terroso el color de las vidas olvidadas, las que transcurrieron aquí mismo desde entonces, desde siempre, las vividas por aquellos que miraban también, quizá sin verlas, estas piedras primordiales que sobreviven radiantes. Tan grises sin embargo ante mis ojos, tan sombrías, a pesar de que trazan el perfil reconocible de las horas, horas marrones como la tierra arada: tiempo arañado que se duele en silencio, visitado apenas por una bandada de vencejos que caligrafía espirales concéntricas.
Negro sobre negro: sombra. Negro sobre negro: nada. Toda la luz condensada en completa ausencia, en la total distancia. Yo me sumo en negro a cada paso en la ciudad dormida y te dejo atrás, aunque me nombres. Puedo descubrir en el suelo alguno de los miles de pasos previos: niños que reclaman su derecho inalienable al movimiento con juegos que saben a vainilla mientras avanza lentamente la cola hacia la entrada; una recién casada con los ojos llenos de azul que mira sonriente a quien eligió elegirla mientras captura la luz, toda la luz de este momento, para guardarla en el clic fugaz de una pantalla de cristal que guardará en su bolso y, tal vez, en el lado de las buenas decisiones, un clic de cristal como los ríos y pozos de las fábulas y cuentos que contaban las ancianas al calor de las castañas de invierno junto a los brillos seguros —estos sí— del rescoldo de la lumbre.
Todos saben que susurro a media voz el verde las encinas y el arrebol de sus copas, confundidas desde lejos porque brindan con las nubes que se encienden y se apagan cada tarde con vino tinto de roble viejo. Todos saben que susurro porque quisiera cantar como el recodo del río y esbozar en sus laderas un bosquejo de sosiego, una caricia leve como el aire que ha mecido la retama más allá de la ribera y salpica de genista las vocales que no caben en el verso.
2º premio Certamen Escribir sobre el Paisaje Real Academia de San Quirce.